La semana pasada comí con una amiga. Tras ponernos al día sobre las novedades de su cambio de trabajo y sobre los proyectos del mío, terminamos, como siempre, hablando de la familia.
Me cuenta que hace muy poco su padre, un hombre muy mayor, les ha confesado que durante 25 años ha tenido una amante. Mari Carmen.
Mari Carmen era una secretaria de su empresa. Una mujer soltera y alegre, a la que conoció estando ya casado con la madre de mi amiga. Iniciaron una relación, y Mari Carmen pasó a ser “la Otra”. 25 años siendo “la Otra”.
Y a mí me dio por pensar, más allá de la lógica indignación y sorpresa de su familia, en esa Mari Carmen que espera al otro lado de un teléfono de baquelita. En esta época de Whatsapp y cultura de la inmediatez, de Tinder y relaciones de ida sin vuelta, me conmueve imaginarme una Mari Carmen de 35, 45, 60 años que espera. Que simplemente espera.
Una Mari Carmen que nunca se casó ni tuvo hijos, que pasó sola los días de fiesta, su cumpleaños, la Navidad. Una Mari Carmen de mes de agosto y vacaciones que quizás, por suerte, recibía una llamada breve y furtiva desde la cabina de teléfonos de un paseo marítimo. La espera.
Qué movería a Mari Carmen, a todas esas maricármenes de la época, a renunciar a todo por un hombre, a ser protagonistas de una historia solo en días alternos, lugares discretos u hoteles de las afueras. Qué amor tan grande, Mari Carmen, tuviste que sentir. Qué generosa, qué valiente, qué inconsciente. Qué fuerte fuiste.
No seré yo, Mari Carmen, quien juzgue la legitimidad de tu relación; eso queda en tu conciencia y en la de ese hombre que te amó, también, durante 25 años. Pero sí quisiera, Mari Carmen, sentir tu fuerza, tu optimismo, tu empuje. Tu amor sin condiciones. Donde quiera que estés, Mari Carmen, un abrazo.
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