Hace un par de días me pasó algo curioso. Salía de un almuerzo y me dirigí a coger un taxi para llegar a la siguiente reunión de la jornada. Zona centro, calor, gente en las calles. Prisa.
Móvil en mano, metida en mis cosas, revisando correos, abriendo Hailo. Entonces me entró un mensaje de Whatsapp. Un par de frases, nada complicado. Pero me hizo reír a carcajadas.
Entonces, un hombre que estaba a mi lado, un transeúnte anónimo, se giró hacia mí y me dijo: “Señorita, además de guapa, es usted muy simpática”.
A mí involuntariamente se me escapó otra risa, y le respondí: “Muchas gracias por el piropo, caballero. Acaba usted de alegrarme la tarde.” Y era cierto.
Seguí caminando, cogí mi taxi, llegué puntual a mi reunión. Y en todo ese tiempo no dejé de pensar en aquel caballero desconocido, en lo que me había aportado… en lo que yo le había dado a él.
A veces no somos conscientes de lo que influimos en la vida de los demás con una simple palabra, con un gesto, con una carcajada al vuelo mientras pasamos, fugaces, rumbo a cualquier otra parte.
En este Madrid loco de prisas y soledades, ¡qué a merced estamos a veces de la alegría, de la compañía de los desconocidos!
Miradas, gestos, instantes compartidos en lo que tarda en cambiar un semáforo, en un trayecto de ascensor. Cuánto amor, dolor, intriga, historias calladas o solo insinuadas en un cruce entre dos personas.
Querido señor desconocido, le doy gracias por sus palabras, por su generosidad, por compartir conmigo ese instante a vuelapluma.
Y a ti, gracias también por esos mensajes con los que me llenas la vida de sonrisas.
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