14 de febrero

Mira por la ventana y ve la calle llena de chavales con rosas, con esa mezcla tierna de envalentonamiento y timidez de la adolescencia, caminando deprisa, un poco avergonzados, un poco desafiantes, con sus regalos para una noviecita quinceañera que llegará a casa y pondrá la rosa en agua, en una habitación llena de posters.

Mira por la ventana y ve el escaparate de la confitería de enfrente decorado con corazones y globos rojos, con cajas de bombones expuestas tras el cristal y un trasiego constante de clientes que entran y salen. El bazar de los chinos también se ha hecho eco, y muestra todo tipo de cachivaches rojos, peluches, corazones, en una especie de fiesta loca y empalagosa del amor, todo ello mezclado con la parafernalia del Año nuevo chino y un par de gatos dorados moviendo la patita a ritmo discotequero.

La vecina de enfrente ha comprado flores, puede verla porque no ha corrido del todo las cortinas. Ha sacado el mantel bueno, el bonito con puntillas, y se afana en la cocina con algo que huele delicioso. De vez en cuando se para, canturrea, se pasa inconscientemente las manos por las caderas tapadas con un delantal rosa de cuadritos. Es bonita, muy bonita, y muy joven. Están recién llegados al edificio, recién casados, recién enamorados, estrenando matrimonio y sábanas, quitándole todavía a su amor el papel de envolver.

El viudo de la casa de al lado sale del portal con un ramo en la mano. Se ha puesto el traje de los domingos, perfumado y afeitado. Lleva un ramo de rosas rojas, bellas, sensuales, abiertas e incitadoras. Ella sabe que las lleva a la tumba de aquella esposa fallecida hace cinco años, que tanta ausencia le ha dejado, y a la que recuerda en cada aniversario, en cada 14 de febrero, en cada cumpleaños.

Y ella por su parte recuerda la historia de sus San Valentines pasados, de las veces que los celebró con su marido, cuando volvía de la obra con pequeñas margaritas o baratijas; recuerda el año que salieron a cenar y a bailar agarraos en una boite de la plaza de Santo Domingo, su marido sacando pecho y ella caminando a su lado con sus taconcitos de las ocasiones especiales. Recuerda la hucha en la que iban metiendo monedas para poder viajar a París, y que ahí ha quedado, a medio llenar, porque ya no quiere viajar sola ni en San Valentín ni en ninguna ocasión más. Sabe que el próximo viaje que haga no tiene billete de regreso, pero no le pesa ni le importa, porque será cuando se reúna con él.

Una lágrima cae por su rostro, resbala sin que le preste atención, porque su mente está lejos, muy lejos, más allá de lo que ve por la ventana. Se ha ido al pasado, a otro San Valentín, a otros 14 de febrero, cuando su pelo no era blanco, y ella también compraba flores y cocinaba rico, y se planchaba las enaguas y se pintaba los labios de rojo para esperar al amor de su vida y amarse y amarse y amarse.